Caterina, la joven narradora de este gran clásico de la literatura griega del siglo XX, es amante de la lluvia y también del sol, de los animales domésticos con los que convive, de los paseos solitarios entre olivos y pinos y de los domingos de playa, de las texturas y los colores de lo que la rodea: mira el mundo con el deslumbramiento y la intensidad propia de los dieciséis años.
Vive en una casa en el campo a las afueras de Atenas con su madre divorciada, una tía marcada por un trauma de juventud y sus dos hermanas mayores, que tienen un carácter y unas aspiraciones muy distintas a las de la voz protagonista, quien ama, por encima de todo, lo desconocido, la aventura. El personaje que encarna todos los anhelos de nuestra narradora es la abuela polaca, que un día desapareció para emprender una vida independiente fuera del matrimonio y lejos de sus hijas. De la abuela sólo queda el recuerdo de su rotunda decisión, pero, a pesar de que la familia ha renegado de ella, constituye para Caterina una figura tutelar.
Mientras la heroína y sus hermanas acuden a fiestas, afrontan sus primeras cuitas amorosas y lidian con la canícula a lo largo de los tres veranos que recrea esta bella novela de formación, tratan de comprender las extrañas querencias de los adultos y se preguntan constantemente en qué tipo de personas quieren convertirse. Tres veranos es el amplio retrato de una feminidad diversa, compleja y, en ocasiones, contradictoria, una historia que encierra todo el encanto de aquellos momentos que inadvertidamente acaban convirtiéndose en los momentos decisivos de una vida sólo cuando se echa la vista atrás.