En la enorme variedad de culturas y formas de vida, toda existencia humana ha sido —y sigue siendo—, en términos religiosos o profanos, consciente o inconscientemente, un intento, un experimento, una apuesta por salir del laberinto que es la vida humana misma. Pero es importante no olvidar, como subrayaba Michel Foucault, que «el laberinto, más que el lugar donde uno se pierde, es el lugar de donde uno siempre sale perdido». De algún modo, el persistente deseo de salir de él ya es la salida.
De un modo muy parecido a lo que sucede con el mito del paraíso encontrado, el engaño supremo que, con miles de imágenes y patrañas, esconde el laberinto de toda existencia humana es la creación de un falso autoconvencimiento según el cual uno ya ha salido. Entonces, con una especie de ficticia inmunidad entre ingenua y pretenciosa, uno cree que ya se encuentra más allá de las pruebas, de las trampas, de los miedos, de las ilusiones que, por suerte o por desgracia, positiva o negativamente, suelen ser la materia prima y más visible de la vida cotidiana de hombres y mujeres. In statu viæ, empero, la salida verdadera y real del laberinto que es siempre nuestra experiencia concreta nunca deja de ser un interrogante con respuestas, si las hay, que no son sino nuevas preguntas con renovadas respuestas-preguntas.