Entre julio de 1850 y abril del año siguiente Gustave Flaubert recorre Jerusalén, Siria, Líbano, Constantinopla -todo ello territorio otomano en la época-, Grecia e Italia. Acompañado por su amigo, el fotógrafo Maxime Ducamp, continúa un periplo iniciado nueve meses antes en Egipto, dejándonos el impagable testimonio de su correspondencia, inédita hasta hoy en castellano, que recoge este volumen. (El Nilo. Cartas de Egipto. Gadir, 2011, recoge su correspondencia desde Egipto.).
Encontramos aquí a un Flaubert familiar, relajado y muy próximo. Las cartas están llenas de observaciones deliciosamente subjetivas, y al mismo tiempo, intensas, reflejo de las dotes de observación de su autor, de su enorme capacidad literaria y de una filosofía entusiasta del viaje: «¡Ah, cuánto echaré de menos mi viaje, y cuando vuelva a hacerlo, me recitaré a mi mismo el eterno monólogo: Imbécil, no gozaste lo suficiente!» «De todos los excesos posibles, el viaje es el más grande que conozco; el que se inventó cuando nos cansamos de los demás». Sus glosas de Constantinopla, de Atenas, de Roma y Nápoles son deliciosas, de esas que impulsan al viaje.