Lola Nieto alquiló una casa en Kioto. Estudió el idioma, escuchó el canto de los pájaros en el jardín abandonado del vecino y oyó el escupitajo de un anciano que cada mañana pasaba junto a su puerta. Allí, tras paredes correderas de papel y sobre los suelos de tatami, habitaba un espacio situado entre dos reinos sonoros. Se movía entre el español y el japonés al igual que las itako —las chamanas ciegas que viven en el antiguo volcán de Osorezan— van y vienen del más allá para hacer hablar a los muertos.
La isla desnuda nos embarca en una travesía de ida y vuelta: nos adentra en los kanjis; los santuarios del shinto y sus rituales; los daimones, las chamanas y los kami; las atrocidades que recorren la historia de Japón así como su teatro, su cine y su literatura. Y nos devuelve a una lengua materna, contaminada y extrañada, en la que de los sonidos de las palabras brotan racimos de significados impensables. En estas páginas, la escritora contorsiona el lenguaje y deshace su historia hasta invocar el origen de cada término. El resultado es un encantamiento en el que resuena el dolor por la enfermedad del padre, la ternura y el silencio.
La palabra de la autora cae en la página como una piedra en un río. La reflexión, el diario y el poema se congregan aquí como las ondas concéntricas que se dibujan sobre la superficie del agua. La precisión, la plasticidad y la imaginación auditiva que Lola Nieto combina en esta obra delicadamente monstruosa la sitúan como una de las ensayistas más sugerentes de nuestra lengua.