«El techo del Land Cruiser 4x4 va cargado con una docena de rollos de vinilo de colores primarios. Lleva también, firmemente sujetos con ligas elásticas, picos y palas, sogas, equipaje. Carlos, nuestro piloto, es hombre de talante optimista y risa fácil. Mestizo oriundo de Los Yungas, de mejillas picadas por remotos acnés juveniles, gusta mientras conduce de irme explicitando misterios del alma boliviana o contando momentos, más bien íntimos, de su vida. Bombos y zampoñas andinas escapan en intermitencias del autorradio, crepitantes de estática. En el asiento trasero viaja Scarlett, algo adormilada por la gripe. Más atrás van Evaristo y Carlitos, fornidos y silenciosos muchachos aymaras. Han de asistirla en la realización de un par de obras en el Salar de Uyuni, nuestro desolado punto de destino.» Así empieza el viaje del que aquí se narra. El viaje —el verdadero, el abrasivo— acrecienta hasta la incandescencia el roce entre el Yo y el Mundo. Bolivia. Cinco semanas de tumbos y tropiezos por el pétreo Altiplano, y dos lustros para cernir, asimilar y hacer justicia literaria a lo vivido.