Un hombre vive con su hermano enfermo en un viejo caserón en el barrio alto de la ciudad, rodeado de terrazas. Ese espacio inmenso, laberíntico, familiar y misterioso al mismo tiempo, que comparten los dos hermanos –uno cuerdo, el otro loco– aloja también sus dos lenguajes: el articulado y metódico de la «normalidad» y elfragmentario, perentorio y virtualmente ilimitado de la alienación.
Para entretener al enfermo, pero también para comunicarse con él, el hermano mayor inventa un complejo ritual de juegos y viajes por el interior de la casa semidesierta, que alternan con incursiones por las calles vecinas y el parque más cercano. El lazo vital entre estos dos seres se va dibujando como una red de
dependencias y rechazos, de luchas de poder y afectos desesperados, que la locura estrecha y la normalidad tensa.
Página tras página, vemos cómo el narrador encarna las contradicciones de la cultura occidental, a la que interroga en busca de respuestas acerca de la formación del yo y su desmoronamiento. Pero Hermanos no es una reflexión teórica sobre el lenguaje, sino la historia de dos seres que viven perdidos en un
rincón de la ciudad, rodeados de terrazas y de extrañeza.