A sus diecisiete años, Alessandra ha vivido una de las experiencias más dolorosas: el cáncer se ha llevado a su madre y ahora se encuentra entre la aceptación de una pérdida insoportable y un agudo sentimiento de abandono. Al reincorporarse a la escuela, en un impulso se sienta en el último pupitre junto a Gabriele, ese chico al que todos los alumnos llaman Cero: cero palabras, cero estilo, cero notas. Un tipo silencioso, solitario e ignorado por todos, el gran perdedor de la clase, aunque él no parece darse por aludido. Alessandra se convierte así en la nueva habitante de Cerolandia, el país de la nada, de las sombras, del olvido. Cero acoge a Alessandra con una indiferencia que ella agradece, aunque, poco a poco, esa indiferencia va suscitando en ella una curiosidad tan irresistible como insidiosa, pues interfiere en su dolor y llama a la puerta de su obstinada soledad.
Cero es, por supuesto, más interesante de lo que parece, con su eterno mutismo, sus repetidas e inoportunas ausencias y un notable talento para el dibujo. Así, inesperadamente, el vínculo que se crea entre los dos, un extraño pacto tácito de amistad, va más allá de la atracción romántica y, para Alessandra, el primer invierno sin su madre cobra una nueva perspectiva que le devuelve las ganas de vivir.