La historia que se expone en esta novela es simple y lineal: dos viajeros coinciden en el mismo departamento de un vagón de tren. Tratemos de imaginar a esos dos personajes. A uno de ellos le bautizaron con el inquietante nombre de Dagoberto. El otro se llama Juan.
Dagoberto es alto y enjuto, de manos sarmentosas, mirada de halcón y acusado prognatismo. Tiene también los arcos ciliares muy pronunciados. Juan, por su parte, es un hombre gordo, de aspecto risueño y negros ojos de mirada vacuna sombreados por largas pestañas. Más precisiones: apenas empiezan a conversar, Juan -la conversación la inicia él, que es un individuo extrovertido que ha confiado siempre en su magnetismo personal- se presenta diciendo que es trombón de varas en una banda municipal. Dagoberto, por su parte, se declara entusiasta del violín.
Habrá que decir también que Dagoberto y Juan son los dos únicos pasajeros en todo el tren y que, por lo menos durante las próximas cinco horas, no tendrán más remedio que viajar juntos, sin posibilidad de encontrar otros interlocutores.
La pregunta que podemos hacernos ya es la siguiente: ¿pueden dialogar los hombres enamorados de los violines con los hombres que se ganan la vida tocando el trombón en una banda municipal de ínfima categoría? ¿Pueden entenderse y llegar a un acuerdo? ¿Pueden conversar como dos personas civilizadas? ¿Pueden compartir pacíficamente el mismo espacio?
«Un humor extrañamente chirriante, a menudo en los confines del surrealismo, de una alegre ferocidad que nos hace pensar en Goya o Buñuel» (Annie Copperman, Les Échos).
«Un diálogo que nos transporta a menudo a los terrenos del absurdo, algo así como entre lonesco y Beckett, de una truculencia y violencia insólitas» (Jean-Pierre Bourgier, La Tribune).