El sujeto moderno no puede tomarse honestamente en serio la creencia en una divinidad antropomórfica a la que dirigirse como a un tú, y por ello no es casual que termine decantándose por el panteísmo, cuando menos implícito, de las espiritualidades sin credo. Y es que donde Dios es el Uno-todo no hay alteridad que valga.
Sin embargo, la predicación cristiana supuso en sus orígenes una crítica frontal a lo que se entiende religiosamente por Dios. Un Dios que cuelga de un madero y que depende de la respuesta del hombre a su inmolación para llegar a ser el que es no es sencillamente homologable a la divinidad que permanece en las alturas a la espera del ascenso del hombre. Un Dios que se identifica con aquel que fue crucificado como un maldito de Dios no puede valer como un dios al uso. El Dios que se revela en el Gólgota no acaba de hacer buenas migas con el dios de la religión. Es más: un Dios que no admite otra imagen que la de un crucificado en nombre de Dios es un oxímoron para el imaginario religioso. El cristianismo supone, en última instancia, una carga explosiva en la línea de flotación del barco típicamente religioso.