En el panorama del Quattrocento italiano Piero della Francesca es uno de sus maestros más originales, una isla en el territorio de frontera que es la segunda mitad del siglo xv. Llevado por la curiosidad del humanismo, el mundo soltaba los últimos lastres tardomedievales para adentrarse en nuevos escenarios sociales, económicos y culturales sobre los que se construiría la Edad Moderna. Piero es una figura clave, una bisagra, entre las historias antiguas y moralizantes de la Edad Media y el arte del Renacimiento. Su obsesión por reducir sus composiciones a las proporciones divinas de la geometría, el gusto refinado por la simetría en la fusión y la alternancia de las formas y los colores y la observación entre científica y poética de la naturaleza, constituyen el carácter inconfundible de su obra, a la vez monumental y sensible. Sin embargo, casi noventa años después de la muerte del pintor, Michel de Montaigne pasaría por el lugar donde nació y murió, Borgo del Santo Sepolcro, sin hacer mención alguna en su diario ni de él ni de ninguna de sus obras: ni una sombra, ni un recuerdo, la memoria del artista no había llegado al siglo.
Su redescubrimiento se lo debemos en buena media a Roberto Longhi, que no sólo lo reubica en el mapa del arte italiano, sino que extiende su influencia de Venecia a Sicilia, de Bellini a Antonello, haciendo pivotar todo el primer Renacimiento en torno a él. Desde la edición original del Piero della Francesca en 1927, se han publicado centenares de ensayos y monografías sobre el artista, algunos de los cuales han complementado el estudio del maestro, pero el de Longhi sigue siendo la pieza fundamental de todo estudio sobre el pintor. El retraso de casi un siglo respecto a su publicación en Italia se explica por la dificultad de verter el texto a nuestra lengua, reto brillantemente superado en la traducción que se ofrece por primera vez al lector español de una obra hasta ahora reputada como intraducible.